En el año 2090 todo se reduce a La Tríada. Las otrora tres grandes Megacorporaciones dieron forma a este conglomerado, que hoy ostenta el poder absoluto.
¿Que cómo llegaron a atesorar semejante autoridad? no seas ingenuo… bastante lo fue mi generación. Décadas atrás la tendencia ya era la acumulación. Grandes empresas cada vez más grandes y más poderosas. Organizaciones privadas que extendían sus redes sobre los recursos y sectores estratégicos de los países, fagocitando a los Estados-nación. Sus capitales y activos, moviéndose a placer en la esfera supranacional, no eran rival para las débiles regulaciones fiscales de ámbito estatal.
Aunque lo cierto es que tampoco disponíamos de mucho tiempo para pensar acerca de lo que estaba ocurriendo. Vivíamos demasiado ocupados. Absortos y con la cabeza gacha, tratando de hilar un trabajo precario con otro. Vendiendo nuestro tiempo para pagar los créditos que sufragaban unos breves retazos de felicidad, ya fuera adquiriendo el último terminal de smartphone-cutáneo o cualquier otra mierda similar. Y entonces llegó el 2049, un año tristemente clave para la historia de la humanidad.
Pese a las continuas voces de alarma por parte de la comunidad científica, el planeta, ahora sí, estaba bien jodido. Sólo mediante la Realidad Aumentada puedes bucear en un arrecife de coral. Y quizá a raíz de tus clases de Historia Previa al Gran Pacto estés familiarizado con términos como “selva amazónica” o “el Ártico”. Recuerdo campañas medioambientales en las que aparecían osos polares famélicos, una agonía que aumentaba a medida que las capas de hielo eran menos y más frágiles. Ni que decir tiene que no queda un puto oso polar con vida. Bueno, está Hogui, el símbolo de ese suplemento nutricional que es una suerte de oso polar de extrañas proporciones y con implantes cibernéticos… pero volvamos al tema.
No hacía falta ser un hippie para echarte las manos a la cabeza. La cosa no iba solo de osos. Grandes poblaciones humanas se vieron abocadas al desastre, la miseria y el caos más absolutos. Siendo apenas un niño, vi con mis propios ojos cómo una persona le descerrajó un tiro en la cara con una escopeta de caza a otra, única y exclusivamente por la posesión de una lata de sardinas en conserva. El ser humano había dejado de controlar a las fuerzas que había desatado. ¿Cómo podían unos gobiernos títere lidiar ante semejante reto? Sencillamente, no contaban con tal capacidad.
Por primera vez en la historia las tres Megacorporaciones sellaron un pacto, una alianza en aras de salvar a la humanidad. Te hablo de una operación sin precedentes y a una escala inimaginable hasta el momento, ya la conoces: el Gran Pacto Para la Reconstrucción (o Gran Pacto, a secas). A cambio, eso sí, de hacerse con las últimas cotas de poder que escapaban a su influencia. La hegemonía absoluta. Un proceso transformador a nivel planetario en todas las áreas. Política, social, económica, urbanística, medioambiental, energética y un amplio etcétera. Una suerte de colosal New Deal por parte de la iniciativa privada. La humanidad “únicamente” debía renunciar a su soberanía para acceder a la salvación. Y es que la idea de un mando internacional, tan benigna a priori, como única solución para lidiar con problemas a escala global, fue corrompida por La Tríada hasta cristalizar en un gabinete elegido por un selecto y muy reducido grupo de la sociedad. Ejecutivos, grandes inversores y consejos de administración en reuniones a puerta cerrada. Las urnas quedaron obsoletas. Pero dime, ¿A quién coño le importa la democracia… cuando la perspectiva es vagar por un páramo?
Pese a todo, es justo decir que el plan de La Tríada no solo era descomunalmente ambicioso, sino que resultó altamente efectivo, al menos en su primera etapa.
Los antiguos rascacielos serían la protovisión de las nuevas ciudades verticales altamente densificadas: las Megalópolis.
La Tríada ideó, proyectó y ejecutó las tres enormes moles que son hoy prácticamente el hogar de toda la humanidad y que, observadas desde la distancia, parecen alzarse hasta el infinito. Al aumentar la densidad poblacional, disminuyó notablemente la dispersión territorial. Comenzamos a generar electricidad de forma renovable y cerca de los puntos de consumo, también se redujo enormemente la demanda de movilidad y la contaminación.
Además, pudimos mantener una serie de áreas enteras, las que aún eran fértiles, como Sectores Granja que nos abasteciesen de las materias primas necesarias, pero siempre desde un enfoque de sostenibilidad.
Sin embargo, todas estas medidas eran insuficientes sin salvar un escollo bastante peliagudo: seguíamos siendo muchos humanos, demasiados... y lo más preocupante, al alza. La Tríada llevó a cabo al respecto una campaña mediática masiva que tuvo mucho éxito. Nada de medidas antinatalistas draconianas que te obligasen a no tener hijos o que limitaran el número de descendientes, mucho menos esterilizaciones forzosas. ¿Para qué? Bastaba con educar al grueso de la población. Las familias que en el pasado tenían más hijos eran aquellas sumidas en el subdesarrollo, cuando uno posee formación, inquietudes, pasatiempos, cultura... ¡Quiere disfrutar de su vida! No cuidar a cinco o seis mocosos. Que tampoco quiero decir que tener hijos sea de gilipollas, cuidado. O bueno, en parte sí.
¿Tienes chiquillos? si eres padre seguro que me comprendes al hablar de este “precioso fenómeno” de la existencia. Y si no, lo harás en el futuro. El caso es que estadísticamente las parejas con cierto grado de cultura tienden a tener dos hijos, sin ningún tipo de regulación al respecto, es algo objetivo. Dos progenitores, dos sucesores. Población estabilizada.
Otro asunto del que podríamos hablar largo y tendido es en qué medida la educación que recibimos, universal y procedente de una única institución, es un mecanismo de control social.
Pero de eso quizá hablaremos en otra ocasión...
Mario Siles
Periodista especializado en Takkure
Durante todo este tiempo las cosas habían funcionado razonablemente bien.
El proceso de reconversión derivado del Gran Pacto, además, generó una gran cantidad de puestos de trabajo. Pero comenzaron a surgir problemas… o más bien, a hacerse visibles.
Las diferencias sociales entre los neofuncionarios de La Tríada y la gente de a pie se agudizaban. No hablamos ya de los Jerarcas, semidioses con vidas totalmente al margen de nosotros. Y no, lo de “semidiós” no es una exageración, he escogido la palabra con meticulosidad. Gracias a sus implantes y a sus tratamientos regenerativos, vivirán y seguirán rigiendo el destino de la humanidad mucho tiempo después de que tus nietos estén criando malvas.
Sea como fuere. Con las tres Megalópolis a pleno rendimiento, no pocos sectores laborales cayeron en desgracia, especialmente los menos técnicos y todos aquellos no relacionados directa o indirectamente con la robótica. Era el punto de inflexión de un gran cambio de paradigma. Hasta las cosechadoras de los Sectores Granja viajan a su ubicación, operan y se reparan de forma autónoma… o, a lo sumo, con la ayuda de un operador remoto. La vida para los de abajo no hacía más que empeorar. Y además, nos encontrábamos cada vez más alienados.
Quien no acudía semanalmente a su consulta digital con el psicólogo se gastaba casi todos sus créditos directamente en psiquiatría. Trabajábamos desde el cubículo que teníamos por hogar y apenas veíamos a nadie, porque en la insondable inmensidad de la Megalópolis, todos parecían extraños. Tomábamos fármacos para dormir y otros para permanecer despiertos.
La ansiedad y la depresión eran tan comunes como los resfriados de antaño. Nos sentíamos desprovistos de identidad propia en un modelo de organización social en el que éramos, más que nunca, únicamente números. Y solos, en un entorno altamente digitalizado e interconectado, paradójicamente más solos que nunca.
Nuestro nuevo ecosistema nos estaba pasando factura. Necesitábamos crear elementos colectivos, algún tipo de tejido asociativo, una forma de alimentar al animal social que llevamos dentro. Y La Tríada tenía otra bala en la recámara. Así surgió Takkure.
Del panem et ciercenses romano, una válvula de escape. El nuevo deporte de referencia a escala planetaria, adaptado a la morfología de nuestro hábitat actual. Que puede practicarse casi en cualquier sitio, con cuatro jugadores por equipo. Pero que a la vez atrae a millones de espectadores y genera suculentos ingresos sobre todo en la brillante Chrome City.
Sangriento, inmoral y jodidamente divertido. ¿Alguna vez has sido abandonado por una pareja, quizá por cabrón, y te has ido directo a libar de la amplia panoplia de drogas legales a nuestro alcance? Pues algo similar. Takkure es una forma de lidiar con la alienación con más alienación. Puro opio, dormir la conciencia. O al menos, nació de ese modo.
Porque a la vez y con el transcurrir del tiempo, se ha convertido en un espacio reivindicativo. Un potentísimo amplificador que podemos emplear los desposeídos, los que nunca somos escuchados. Los que competimos con nuestros equipos sin apenas implantes, reprogramaciones sensoriales o ingeniería farmacológica.
Un lugar en el que hacernos visibles a base de puñetazos en alta definición y, con algo de suerte, lesiones graves con simulación de diagnóstico en directo a unos cuantos bastardos promovidos por las élites.
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